martes, 12 de febrero de 2019


Un sueño, real…

El trabajar en el hipódromo, siempre fue tomado como un privilegio, me ayudó a conocer grandes personalidades de la ciencia, cultura, políticas, eclesiásticas, damas de la alta sociedad y pistoleros.
Me desempeñaba en la tribuna de socios de la Jockey club, puesto que se denomina brazal,  era la persona que facilitaba a los asistentes no tener que hacer la cola ni levantarse para hacer las apuestas, yo hacía las jugadas por ellos.
Las propinas superaban ampliamente al sueldo, no era en pesos sino en boletos, Juan “juégueme 200 boletos a Yatasto, y 20 para Usted”.
La experiencia después de algunos años me dieron la ventaja de caminar por esa tela de araña, sabiendo donde pisar fuerte o volar, cuándo la fija era fija y no puro cuento como dice el tango.
La tribuna me daba la información precisa, cuando un dueño de caballo apostaba sin ser una fija, hasta los calzoncillos,  yo moderadamente analizaba la situación,  conociendo quien era el cuidador, el jockey y el resto de tungos participantes, me jugaba unos boletos extras.
Todo lo obtenido por el llamado azar, era ahorrado para la construcción de mi gran sueño, una chalecito en la costa, Miramar.  
En 1970 compramos con un cuñado dos terrenos pegados en una manzana casi desierta, frente a una plaza donde ya casi terminaba la ciudad. 

Tuve la suerte de conocer a un constructor con las referencias de ser la mejor cuchara de la costa bonaerense, un tal Miguel Ángel Lanezan, alias Chividini, apodado así por un jugador de fútbol de San Lorenzo y de la selección nacional en la copa mundial de 1930, era evidente su gran parecido físico.
Chividini era nacido en Madariaga, siempre de bombacha, alpargatas, boina y pañuelo al cuello, gran recitador de poemas gauchos, de una memoria envidiable, como no sabía tocar la guitarra pedía una escoba y un banco, levantaba su pierna izquierda sobre él, y comenzaba a rasguear la paja y arrancaba. Si no faltaba el vino en su vaso su repertorio era infinito, había que echarlo con la salida del sol, que no era tarea muy fácil.
La construcción llevo catorce meses, con las típicas idas y vueltas de los distintos gremios, solo faltaron los detalles en el primer verano de pintura, de las aberturas, techo de madera a la vista y paredes, que la familia al ser numerosa en sus sucesivas estadías colaboraban con las terminaciones, el techo siempre quedó natural, y el lavadero con el revoque fino.
En veranos nos juntábamos un batallón, tres de mis cuatro hijos, nueras y seis nietos. No solo la playa se disfrutaba, la plaza era un accesorio de la casa, paleta, barriletes, futbol, y ese verde que al abrir las ventanas del frente, reflejaban mis ojos al borde de las lágrimas, siempre agradeciendo a mi Virgencita de la Inmaculada Concepción.….
   
Cabeza de Apio 2017       En memoria de un grande, mi tío Juan...

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