Un lugar, un nuevo querer, un gran Amigo...
Nunca podré olvidar aquel día que, en un amanecer de Agosto, un
avión de Austral, hacia pista en Trelew, Provincia de Chubut, con 10 grados
bajo cero.
Que desolación, cuantos grises diferentes no posibles.
Una vieja camioneta me esperaba, para llevarme a mi destino,
totalmente desconocido.
Casi cien kilómetros separan el aeropuerto, de Puerto Madryn, el
paisaje seguía siendo el mismo, como dirigiéndome a la nada.
Un cartel indicaba, que doblando a la derecha a nueve kilómetros
se encontraba gran parte de mi nuevo querer.
Faltando ocho sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas, no
podía entender, ni creer en la hermosura de aquel lugar. Todo era único, el
desbordante azul profundo, que hacia abrazar sueños, miles de deseos.
La ciudad estaba en plena expansión, el alojamiento se lograba
caminando, terminamos en el motel del Automóvil Club. La habitación era chica,
dos camas individuales, una mesa de luz para compartir, paredes dibujadas de
humedad, una puerta, una ventana que mostraba un mar solemne e irresistible.
El compañero de viaje, Alejandro, insistió que saliéramos a la
playa, cubierta de una oscura capa de algas, de alguna marea anterior, cada
pisada dejaba entrever un ripio muy delicado, caminamos hacia el norte con el
tiempo detenido a nuestra espalda.
Lo poco que hablamos en nuestro corto paseo, fue la decisión de
no empezar con la actividad para lo que habíamos sido convocados, tomando la
tarde libre, para recorrer el centro y la costanera.
Almorzamos cerca, un enorme muelle viejo dividía la ciudad, se
lo veía adornado de oxidadas embarcaciones, a la espera de reparaciones o el
final de sus días, a media cuadra no solo comimos un buen pescado frito, sino
que conocimos alguien de leyenda, Manolo.
Paseamos y caminamos por un centro pequeño, visitamos
inmobiliarias buscando algo temporario, como para cuatro meses, que sería
nuestra estadía, solo encontrando una amable atención.
Volvimos a cenar, atraídos por el marino español retirado, nos
esperaba con una enorme sonrisa, media copa de vino tinto, camisa, pantalón y
delantal blanco, que hacían juego con sus canas. Su brillo crecía a cada día,
con el café de las sobremesas. Comenzábamos a conocer su magia.
Sabía muy bien de soledades, el mar y sus viajes lo aislaban de
su familia por meses, pronto nos lleno de preferencias, de unos cuentos
variados e increíbles que llegaban a cautivar hasta la emoción.
Y cada almuerzo o cena, eran coronadas con una nueva historia,
desde una gran tormenta en alta mar, enredos con la mafia africana de piedras
preciosas, hasta que su fortuna había sido apuntalada con un pequeño puesto de
venta en la playa de pan y chorizo, como él lo mencionaba.
No fue posible olvidar sus narraciones, colmadas de ficción, que
nos transportaba cada día a lugares insólitos, tan llenos de inocencia,
sintiéndonos niños atrapados por su hechizo.
Cada vez que su recuerdo o acercamiento se origina, la emoción
me hace recorrer una bella Patagonia, surcada por gente que atesora los más
variados caminos en busca de su lugar.
Agradezco a la vida haber conocido la bondad del gran Manolo y
de toda su familia, que supieron hacerme sentir cerca, aún estando tan lejos.
Gracias.
Nos volveremos a encontrar, quedaron unos cuantos vinos y
cuentos pendientes, siempre en mi corazón....
Cabeza de Apio 1990