Ventidos treinta y cinco, pasaba puntualmente un morocho,
de bombacha, alpargatas, pañuelo al cuello, chambergo y
limpísima camisa blanca.
Todas las noches lo esperaba, abría un poco la ventana para escuchar
su vozarrón recitando algún pasaje de Almafuerte,
Veintitrés y diez era su regreso, con un cigarro de hoja y un porrón de ginebra.
Una noche salí para saludarlo, presentarme, y nunca más volvió.
Tal vez era una anima bendita, nunca tuve intención de molestarlo.
Cadeza de Apio 11Jun24
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